La conmovedora real y historia de la salud del bebe de una buena periodista de Clarín
Hace dos años que mi hijo vive con un tumor en el cerebro
Mundos íntimos.La pesadilla se convierte en realidad. Es un caso en 280.000, le dijeron a su mamá para anunciarle que Agustín, 15 meses en ese momento, tenía cáncer. A partir de allí aprendieron a vivir con dolor e incertidumbre pero también con energía y buenos momentos.
Lo crónico es esperanza. La autora, su marido Willy y Agustín: los médicos dijeron que intentarán mantener el tumor controlado hasta la pubertad cuando podría desaparecer
Por María Paula Bandera. Licenciada en Comunicacion Social Y Periodista.
Como cada mañana, Agustín se levanta y toma la leche. De repente, sin anuncio, una catarata de vómito sale de su boca. El solo hecho de que suceda llama mi atención porque vomitó una única vez en sus 15 meses de vida, pero la intensidad termina de desconcertarme, es como si hubiera largado la leche de todo un mes en sólo cuatro arcadas.
Se asusta y se pone a llorar, miro a mi alrededor y el vómito lo cubre todo: su ropa, la mía, el piso. Lo veo indefenso cubierto de ese líquido fétido, con el cuerpo abatido; lo primero que hago es tomarlo en brazos, consolarlo, después lo meto en la bañadera y chapoteamos con sus juguetes un rato. Observar la sonrisa plástica de la ballena Elena o del pato Cua-cua me tranquiliza. Con el vómito del otro lado de la puerta, el ritual del baño sigue igual. El 24 de diciembre empieza parecido, así que vamos a una clínica, la pediatra lo revisa y diagnostica un virus gastrointestinal. Nunca antes había esperado tanto una Navidad como esta; quería descubrir la carita de mi hijo al abrir los regalos. Le había comprado una carpa y un tubo de tela de avión para que lo atravesase gateando. Pero los regalos deben esperar porque su segunda Navidad lo encuentra soñando. Vamos a la guardia en otras seis oportunidades, la historia es siempre igual, termina con la palabra virus.
El primer día hábil del año me sacude con un vómito, podría ser otro más, pero no lo es, este me hace decir basta.
Llamo a mi mamá y le pido que me acerque a la clínica del centro, donde ya lo habían atendido antes. Voy con una misión: que internen a mi hijo. Me recibe una doctora, le explico muy al pasar lo de los vómitos y me detengo en la parte que me interesa, le recalco que mi hijo dejó de caminar de repente y que ni siquiera gatea, un llanto que no había planeado enfatiza mi desesperación. Me pide que lo pare y trate de hacerlo caminar, Agus se queja, quiere dar un paso pero no puede, un dolor se lo impide, grita. Y entonces lo logro, decide internarlo. Al rato llegan mi papá y Willy, mi marido. Pasamos a una habitación y unas enfermeras se presentan para colocarle una vía, tienen una bandeja repleta de jeringas, me pregunto si hice bien en insistir … Mi hijo está acostado, tranquilo, hasta que siente la banda de goma apretándole el brazo y empieza a llorar. Intento cantarle, pero en ese momento no hay nada más lejano que la música, sé que si lloro voy a hacerle todo más difícil, así que me contengo.
Lo pinchan cinco veces hasta encontrar una vena y le extraen varios tubos de sangre. Después le colocan la vía y ese brazo le queda duro, varias capas de venda forman un yeso improvisado. Agus pasa toda la tarde en mi regazo, al igual que el día en que nació, esa vez estuvo más de nueve horas acostado sobre mi pecho.
No quería dárselo a nadie, pensaba que yo era la única capaz de hacerlo sentir seguro, que sólo mi cuerpo podía proteger la fragilidad del suyo. Ahora su tamaño exige posiciones diferentes, pero mis intenciones son las mismas. Una doctora entra a la habitación y nombra una palabra que jamás pensé asociada a un niño: tumor. ¿Tumor?, ¿dijo tumor?, mi rostro le hace todas las preguntas que mi boca no logra articular, entonces me explica que es una posibilidad remota, sólo un caso cada 280.000, pero que deben hacerle una tomografía para descartarlo. Un anestesista nos lleva hasta el tomógrafo, otra vez un solo adulto puede quedarse y pido tener el privilegio. Dicen que van a intentar hacerle el estudio sin anestesiarlo. Entonces, le invento a mi hijo una historia, l e cuento que el tomógrafo es en realidad un lavarropas, como ese que tenemos en casa, que gira sin parar, y que este es más divertido todavía porque tiene luces; y mi bebé me cree, clava su vista en la luz roja y se queda quieto todo el tiempo. Mis dos mejores amigas vienen a visitarnos, salgo con ellas al patio y a los pocos minutos Willy me viene a buscar; “nos llaman”, me dice. Vamos corriendo hasta llegar a una habitación vacía. Un doctor y una doctora nos piden que nos sentemos en un sillón, se sonríen y nuestra ansiedad agranda su parsimonia. “Tenemos los resultados de la tomografía”, anuncian, y no sé cuál de los dos es el que se anima, creo que es ella: “ Tiene una hidrocefalia secundaria producto de un tumor cerebral ”. Me tiro al suelo, mi marido me levanta y me sienta, veo cómo los labios de los doctores se mueven, pero no escucho nada. “Urgente a terapia intensiva”, dice ella, Willy se para y se va, los doctores también; al fin me desplomo en el sillón y tiemblo de una forma que no creía posible, entra mi mamá, no sé si escuchó lo que pasó, de todas formas no puedo explicárselo porque aunque intento hablar sólo me sale un aullido.
Ella se queda conmigo, acariciándome el pelo en un gesto suave que contrasta con la virulencia de mi cuerpo. En silla de ruedas me llevan a la guardia y me dan un tranquilizante. Tras sus efectos, logro entrar a terapia, veo el cuerpito de mi hijo perdido en un mar de cables, mi marido lo acompaña, me cuenta que vino un neurocirujano, que dentro de tres días le van a colocar una válvula para tratar la hidrocefalia y le van a hacer una biopsia para saber qué tipo de tumor tiene. Agus duerme toda la noche, hasta que a las 6:00 le hacen una resonancia magnética. Cuando volvemos, el neurocirujano nos avisa que hay que operarlo de urgencia. Que sus signos vitales están decayendo, tiene 36 pulsaciones por minuto, así que lo preparan para la intervención de la válvula. Lloro a sus espaldas para que no me vea destrozada. “Vos tenés que estar bien para tu bebé”, me dicen las enfermeras, como si yo quisiera otra cosa, como si fuera tan fácil. Sin embargo, sé que es cierto, estar bien para él es lo mejor y lo único que puedo hacer, entonces lo hago.
“Sáquenselo todo”, eso le pedimos con mi marido al equipo de neurocirujanos, que eliminen esa porquería de su cerebro para poder acabar con esta pesadilla cuanto antes, pero nos explican que el tumor no se puede operar, tiene una textura gelatinosa y se ubica en una zona donde los potenciales daños son demasiado graves como para arriesgarse. Hay que tratarlo con quimioterapia una vez que sepamos su nombre.
El material tumoral de la primera biopsia es escaso, por eso no sirve para identificar el tumor; el informe baraja dos posibilidades y los oncólogos a los que consultamos nos piden revisar el taco en otra clínica. Tras varias semanas, el laboratorio llega a la misma conclusión, el nombre del tumor es un misterio. Con esta noticia también vuelven los vómitos, así que Agustín queda internado. Le hacen una resonancia y la neurocirujana nos informa que encontraron una diseminación en la médula y que el tumor al estar sin tratamiento larga “unas miguitas” que taparon la válvula, por eso hay que limpiarla. Mientras corrigen ese asunto le hacen una segunda biopsia, esta vez con la mejor neuropatóloga del país, a la que sólo se la consulta en casos difíciles como el de mi hijo. Termina la intervención y nos manda a llamar. Sale con la cofia todavía puesta y nos dice: “Tiene un PNET”, no sé qué significa, pero en seguida me lo deja en claro.
“¿Es su único hijo?”, nos pregunta, le respondemos que sí con la cabeza porque no tenemos voz, entonces me abraza. Ese es el resultado de la prueba en frío, en breve estará el informe patológico, sólo nos anticipa que es un tumor muy maligno, pero me invade una certeza, sé que mi hijo se va a salvar porque me lo dice mi corazón de madre, porque cuando se trata de su cuerpo yo conozco algo que ni el mejor médico del mundo puede conocer: su esencia.
A cada uno que me escucha le repito que mi hijo se salva y nadie se anima a contradecirme. Antes de empezar la quimio, la neuropatóloga nos informa que no es un PNET puro, que parece menos peligroso de lo que creía. El oncólogo empieza el tratamiento sin seguir un protocolo estándar, asegura que tarde o temprano va a descifrar la identidad del tumor de acuerdo a su comportamiento. El papel radiográfico ocupa toda la camilla, más de veinte hojas todas dispersas, ¿iguales?, ¿distintas? El médico trata de averiguarlo y lo hace en silencio. Levanta una imagen, la pone sobre un tubo blanco y observa, luego la baja y coloca otra, la secuencia se repite por varios e interminables minutos. Tengo ganas de gritar, aunque sólo miro el piso y espero con la ansiedad de saber que las próximas palabras que escuche tienen el poder de cambiar nuestro destino. El tumor está igual, pero el oncólogo quiere probar con un protocolo más fuerte. Piensa que agregando una droga la diseminación de la médula podría achicarse y por esa mínima esperanza Agus deja su cuerpo en la cancha.
Después de cada quimio, la vida se traduce en vómitos y arcadas, no sé cómo ayudarlo, a esta edad no funciona el recurso del inodoro, tampoco sirve sostenerle la frente, el vómito de un nene de un año y medio es anárquico; lo siento sobre mi falda y nos cubro a los dos con un toallón, así es como pasamos las madrugadas. Sé que el tratamiento es nuestra enfermedad, Agus necesita recibir transfusiones de sangre e inyecciones para incrementar sus defensas. Es que destruir su tumor es destruir otras partes suyas, es acabar con las células que protegen su estómago, es darle palizas a sus glóbulos rojos, eliminar sus plaquetas y trompear sus glóbulos blancos.
Soy una gran actriz, siempre estoy sonriente para mi hijo, pero un día el llanto me vence ante sus ojos. Las lágrimas espesas me quiebran al medio, así que me tiro en la cama; debilitado por la quimioterapia, él se acerca despacio, y me trae uno de sus juguetes, lo tomo y sigo en lo mío, se va, a los pocos minutos viene con otro y me dice “jugar” y entonces con toda la angustia del mundo, me levanto y juego.
El tumor de Agus es crónico, tendrá etapas de tratamiento suave, como la que vivimos desde hace un tiempo; incluso puede que cuando sea más grande y le hagan rayos esté meses o años sin tratamiento alguno, pero el tumor va a seguir, al menos hasta la pubertad, según nos dijo la oncóloga, cuando la revolución hormonal se encargue de autodestruirlo.
Hoy pienso en lo equivocada que estaba cuando creía que Agustín venía al mundo para que yo le enseñara. Muy poco de lo que sabía quedó en pie después de su diagnóstico; es distinta la vida cuando te enfrentás a la certeza de saber que no va a ser como esperabas y cada vez que pienso cómo hacer para vivir así, él me da la respuesta. Agus es puro presente, llora mientras dura la quimio y en cuanto termina se pone a jugar.
Él elige que el cáncer no sea lo único en su vida y así me enseña que tampoco es lo único en la mía. Creo que nunca podré estar a su altura, pero cada mañana me levanto con el desafío de seguir su ejemplo.
FUENTE: CLARÍN
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