Multimillonarios estadounidenses financian el avance de la medicina
Publicado por Lucas Malfatti el 29/03/2014 en el diario NUEVA RIOJA
La campaña “Living Pledge” (Compromiso de Dar), ya logró la adhesión de un centenar de supermillonarios.
Opinión
Por Pascual Albanese (El Tribuno de Salta)
Para bien o para mal, la práctica de la ciencia en el siglo XXI no obedece tanto a las prioridades nacionales ni a grupos científicos sino a las preferencias particulares de personas que tienen enormes cantidades de dinero”, sentenció Steven A. Edwards, de la Asociación para el Impulso de la Ciencia de Estados Unidos.
La severa advertencia de Edwards se corresponde con dos datos relevantes. El primero es que, más allá de las profundas modificaciones experimentadas en los últimos años en la geografía económica global, el epicentro mundial de la investigación científica sigue siendo Estados Unidos. El segundo dato es que el sistema económico norteamericano y su tradición cultural hacen que, salvo las investigaciones con fines bélicos, que originaron por ejemplo el fenómeno de Internet, la investigación científica se canaliza básicamente a través de la financiación privada.
Esta característica estructural se profundizó luego de 2010, cuando Bill Gates, su esposa Melinda y su íntimo amigo Warren Buffet, quienes durante varios años disputaron el primer lugar en el ranking de hombres más ricos del mundo de la revista “Fortune”, lanzaron la campaña “Living Pledge” (Compromiso de Dar), que ya logró la adhesión de un centenar de supermillonarios, que se comprometieron donar más de la mitad de sus cuantiosas fortunas particulares a organizaciones caritativas.
La filantropía científica es una novedad muy atractiva para una nueva camada de multimillonarios, algunos extraordinariamente jóvenes, que quieren ahora legitimarse socialmente como actores del progreso y utilizan su capacidad empresarial para maximizar los beneficios de sus donaciones caritativas.
Entre la multiplicidad de objetivos específicos derivados de esta campaña de bien público, que supone donaciones de decenas de miles de millones de dólares anuales, ocupa un lugar prioritario la investigación científica. Pero “la prioridad dentro de la prioridad” son, sin duda, las investigaciones vinculadas con la medicina. En este campo, la afirmación de Edwards es la constatación de un hecho irrefutable.
Los objetivos planteados en este terreno son extremadamente ambiciosos. Jon M. Huntsman, un multimillonario de Utah, señaló que su trabajo filantrópico “aseguraría la derrota del cáncer”. Harold Hamm, un connotado empresario petrolero de Dakota del Norte, y su mujer, Sue Ann, afirmaron que “queremos derrotar la diabetes”. Pero la magnitud de los recursos financieros empeñados en la tarea permite pronosticar avances revolucionarios en la ciencia médica.
Paul Allen, quien junto a Bill Gates fue uno de los fundadores de Microsoft, creó hace una década un centro de estudios para ciencias neurológicas al que donó nada menos que 500 millones de dólares. En la misma dirección, Fred Kavli, multimillonario que hizo su fortuna con emprendimientos tecnológicos y negocios inmobiliarios, fundó también tres institutos consagrados al estudio del cerebro. Esas investigaciones originaron lo que Barack Obama denominó en abril pasado “el próximo gran proyecto estadounidense”, una iniciativa gubernamental con una financiación de 100 millones de dólares para investigar el cerebro humano.
Personalidades como el ex alcalde de Nueva York, Michael Bloomberg, David Koch, un prominente empresario del petróleo y productos químicos y financista de la derecha republicana, y figuras estelares del mundo de la alta tecnología, como el propio Gates, Eric Schmidt (Google) y Lawrence J. Ellison (Oracle) se han erigido en promotores de estas iniciativas, a veces acompañadas de un tinte de crítica al sesgo politizado de la ciencia pública y siempre basadas en la idea de correr riesgos donde los gobiernos no parecen dispuestos a hacerlo.
Es un fenómeno pletórico de experiencias personales ilustrativas. A principios de la década del 90, cuando las nuevas tecnologías informáticas aún estaban en pañales, Lawrence Ellison (Oracle), que en la lista de supermillonarios de la revista “Forbes” aparece en quinto lugar con 48.000 millones de dólares, quedó cautivado con una exposición de Joshua Ledelberg, un biólogo de la Universidad Rockefeller de Nueva York, ganador del Premio Nobel, que planteaba la idea de aplicar la computación a descifrar enigmas genéticos.
Del vínculo entre Ellison y Ledelberg nació la Fundación Médica Ellison, que financió las investigaciones de centenares de biólogos, entre quienes surgieron tres premios Nobel. La identificación del “genoma humano”, que revolucionó la ciencia médica, reveló el carácter visionario de aquella iniciativa, en la que Ellison lleva invertidos 500 millones de dólares.
La nueva filantropía científica tiende a concentrarse en la guerra contra las enfermedades.
En las universidades estadounidenses proliferan los institutos privados nacidos de las donaciones de los superricos. Sólo en Massachusetts, sede de centros universitarios como Harvard y el MIT, sobresalen el Instituto Whitehead de Investigaciones Biomédicas, el Instituto McGovern, para la investigación del cerebro, el Instituto Wyss, de Ingeniería Biológica, el Centro Stanley de Investigaciones Psiquiátricas, el Instituto Koch, para estudios del cáncer, y el Instituto Ragon, de investigación en inmunología.
Una singular historia de éxito tuvo por protagonista a la Fundación de Fibrosis Quística, enfermedad causada por un gen defectuoso que obstruye con mucosidad los pulmones y el páncreas, que produce entre otras consecuencias tos, fatiga y mala digestión. Una donación de millones de dólares realizada por Tom y Ginny Hughes, un matrimonio de Greenwich, Connecticut, cuyas dos hijas padecían esa dolencia, desencadenó una ola de 2.000 donantes que financiaron las investigaciones que posibilitaron el descubrimiento de una droga que contrarresta la enfermedad.
Un episodio semejante ocurrió con el melanoma, estadísticamente el cáncer de piel más mortífero. Cuando Debra Black, esposa del financista Leon Black, sobrevivió a la enfermedad, el matrimonio, asociado para este proyecto con Michael Milken, el famoso ex financista de los “bonos basura”, fundó la Alianza para la Investigación sobre el Melanoma, que distribuye sus crecidas sumas para investigaciones en varias universidades de primera línea.
Cuando Milken, quien creó la consultora FasterCures, especializada en el asesoramiento sobre la financiación de la investigación científica, supo que tenía cáncer de próstata, creó una fundación para combatirlo, que ya recaudó más de 500 millones de dólares.
La extensa nómina de donantes en investigaciones consagradas a las luchas contra las enfermedades incluye también a James Simons, un personaje estelar en el mundo de los fondos de inversión, quien lleva donados 375 millones de dólares para estudios sobre el autismo, y a Sergey Brin, uno de los principales accionistas de Google, que donó enormes sumas para investigaciones sobre el Mal de Parkinson, que padece su madre.
El fenómeno tiene tantos ácidos críticos como entusiastas defensores. Los directivos de “Nature”, un grupo de selectas publicaciones científicas, alertan contra el riesgo de una parcialización de la agenda de la investigación científica hacia los temas de mayor repercusión mediática. Martin Apple, ex director del Consejo de ex Presidentes de la Sociedad Científica, señaló que, si bien en una época había coincidido con esas objeciones, su experiencia personal le había revelado que las contribuciones privadas aceleraron la investigación científica, porque los donantes “tienen el poder de liderar allí donde el mercado y la voluntad política son insuficientes”.
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